R. Díaz Maderuelo - J. M. García Campillo - C. G. Wagner - L. A. Ruiz Cabrero - V. Peña Romo - P. González Gutiérrez

AMERICA. Los Andes Centrales: sacrificio infantil en el Imperio Inca

J.M. García Campillo

En la literatura académica, el continente americano es la tierra del sacrificio humano por excelencia. Los casos de sacrificio infantil son numerosos aunque, como ocurre a menudo, la información es desigual y no siempre contamos con suficientes datos. En cualquier caso, son las fuentes sobre América prehispánica las que proporcionan el mayor número de materiales comparativos para los objetivos de este proyecto. Comenzaremos la discusión de los diferentes ejemplos siguiendo el criterio geográfico, de sur a norte: Andes Centrales, Andes Septentrionales, Mesoamérica.

Sacrificio infantil en el Imperio Inca.
Es ya proverbial la negativa de algunos cronistas de Indias (Garcilaso de la Vega “el Inca”, en concreto) a aceptar que en el seno de la civilización incaica se practicasen los sacrificios humanos. Sin embargo, a ningún estudioso le cabe duda de la existencia de inmolaciones humanas promovidas por el estado mejor organizado y más dictatorial de la América prehispánica, si bien es materia de controversia su frecuencia y el número de víctimas implicadas. Aunque no hemos podido disponer para este estudio de las fuentes primarias (las relaciones e informaciones de los cronistas), la historiografía sobre el incario es, abundante y -en general- está bien elaborada, por lo que las citas y referencias a las fuentes primarias resultan suficientemente fiables.

La única información etnohistórica que podemos citar directamente es la del padre José de Acosta, quien en el capítulo XII de su Historia moral y natural de las Indias (elaborada en la segunda mitad del siglo XVI e impresa en 1590) describe sucintamente el ritual que acompañaba a la entronización de los nuevos soberanos incas, parte del cual hace referencia a la ofrenda de un niño; si bien no se explicita la muerte del pequeño, los testimonios de otros cronistas no nos dejan lugar a dudas del destino del chico. Aunque Acosta nunca visitó el Perú, su reputación de riguroso cosmógrafo y naturalista garantiza la información:

«La insignia con que tomaba la posesión del reino era una borla colorada de lana finísima, más que de seda, la cual le colgaba en medio de la frente, y sólo el Inga la podía traer, porque era como la corona o diadema real (...) En tomando la borla, luego se hacían fiestas muy solemnes y gran multitud de sacrificios, con gran cuantidad de vasos de oro y plata y muchas ovejuelas pequeñas [se refiere al cuy o conejillo de Indias, Cavia porcellus] hechas de lo mismo, y gran suma de ropas de cumbí muy bien obrada, grande y pequeña, y muchas conchas de la mar de todas maneras, y muchas plumas ricas, y mil carneros [algún camélido sudamericano, probablemente llama, guanaco o vicuña], que habían de ser de diferentes colores, y de todo esto se hacía sacrificio. Y el sumo sacerdote tomaba un niño de hasta seis u ocho años en las manos, y a la estatua del Viracocha decía juntamente con los demás ministros: Señor, esto te ofrecemos, porque nos tengas en quietud, y nos ayudes en nuestras guerras, y conserves a nuestro señor el Inga en su grandeza y estado, y que vaya siempre en aumento, y le des mucho saber para que nos gobierne». [Acosta 1972:275].

El sacrificio infantil con motivo de los ritos de paso o de las ceremonias asociadas a las etapas vitales de los gobernantes, incluida la construcción y dedicación de edificios y recintos públicos religiosos, fue bastante corriente en las sociedades precolombinas. En realidad, uno de los episodios que, en buena parte de las culturas antiguas o preindustriales, suele venir acompañado de sacrificios humanos (o mediante víctimas sutitutorias) es la conclusión de edificios o el inicio de su cimentación. Esta clase de prácticas se ha explicado por el hecho de intentar dotar a la edificación de sólidos fundamentos (a los cuales contribuiría el valioso ofrecimiento de una vida humana), de propiciar a los genios o entes sobrenaturales locales del lugar donde se va a edificar o, incluso también por la creencia de que el cadáver de ciertos personajes (héroes o valientes guerreros) dotaría de protección a un determinado recinto o templo (véase a este respecto, Graves 1985 (Tomo I:356, Tomo II:448); Davies 1984:214; y Frazer 1951:150, 232).

Pero en el imperio inca, esta práctica se caracterizó además -según los relatos de algunos cronistas- por el elevado número de víctimas infantiles, lo cual debe hacernos pensar si no existían razones de otra índole más allá de la pura costumbre observada en muchas otras partes del mundo de dedicar o santificar la edificación. Acosta menciona un único niño, pero hay suficientes testimonios que indican que había que contar el número de infantes muertos en esta clase de rituales por centenares. Juan de Betanzos, autor de la importante crónica Suma y narración de los Incas, compuesta hacia 1551, es escritor fiable, ya que estuvo casado con la que fuera esposa principal de Atahualpa y asistió y trató de apaciguar pacíficamente los primeros levantamientos indígenas contra el Virreinato recién constituido. En este escrito, compilado muy probablemente a partir de testimonios orales de miembros de la antigua clase gobernante inca, afirma que para la fundación del Coricancha o Templo del Sol, uno de los recintos sagrados más importantes del Cuzco, en el reinado de Tupac IncaYupanqui (1471-1493 d.C.), fueron sacrificados doscientos niños para que -según se justificó- no peligrara la estabilidad del edificio.

Tales “hecatombes”, inspiradas siempre desde el gobierno del Cuzco, no debieron ser infrecuentes ya que se realizaban también cuando no había nada que construir. El resumen de una estudiosa moderna, Concepción Bravo, de la ceremonia denominada Capacocha, muestra con claridad hasta qué punto el imperio incaico multiétnico de los siglos XV y XVI fue, con mucho, la formación estatal más totalitaria de la América prehispánica:

«Pero la significación de las funciones que el sacrificio de víctimas humanas tuvo en el tiempo de los Incas, no fue sin embargo exclusivamente religiosa. Sirvieron para regular y afirmar el control político y económico del Estado sobre todos los grupos étnicos que lo integraban. Porque era la figura del “Sapay Inca” la que centraba una ceremonia de carácter excepcional, en la que estaban representados todos los súbditos y en la que la inmolación de niños y adolescentes en todos los centros políticos y administrativos del Tahuantinsuyu [denominación del espacio geográfico bajo control del imperio incaico] tenía como finalidad impetrar por la vida, la salud y la fortuna del soberano. Esta ceremonia, denominada “Capacocha” o “Cápac Hucha”, entrañaba un profundo significado de integración religiosa, pero también económica y política, de todos los pueblos del imperio. Cuando se anunciaba la celebración de una de ellas, con motivo de la proclamación de un nuevo Inca, o ante el peligro que pudiera correr la vida de éste, por enfermedad, o con ocasión de una comprometida campaña de conquista, o de la amenaza de peste y sequías, todos los pueblos debían enviar al Cuzco ofrendas sacrificiales para propiciar la voluntad de las “huacas” [entidades o lugares sagrados]. Estas ofrendas debían comprender toda clase de productos propios de la región, pero también niños y muchachos, sin mácula ni defecto, que, si eran tan pequeños que no podían caminar, debían ser conducidos por sus propias madres. Numerosas y nutridas comitivas, presididas por los curacas [responsables civiles y religiosos locales] de los respectivos pueblos, integradas por los portadores de las ofrendas y de los niños y de los encargados de hacer los sacrificios, concurrían en la capital. En el Coricancha se presentaban las ofrendas, algunas de las cuales se sacrificaban, al mismo tiempo que un gran número de llamas, en presencia del Inca y ante las “huacas” de todo el imperio. Después de varios días de ayuno y retiro, el Inca, que en nombre del Hacedor había recibido las ofrendas, procedía a repartir entre los curacas presentes las que ellos debían llevar, a su vez, para que fueran sacrificadas en los centros administrativos y en los santuarios regionales, a sus propias “huacas”. La redistribución de lo que se había de entregar a cada uno de ellos se hacía teniendo en cuenta el prestigio e importancia de las “huacas” y santuarios y, sobre todo, la previa generosidad de los curacas ante las demandas ceremoniales del Cuzco.

Piezas de oro y plata, ricas ropas, llamas y mullu, maíz y chicha y aun los mismos niños eran los bienes sobre los que se organizaba esta gran operación económica, que requería de una cuidadosa contabilidad que asegurara una equilibrada participación y comunicación de todos los pueblos en la magna celebración religiosa.

Las “capacochas”, las víctimas humanas, conducidas con toda reverencia como seres sacralizados por su comparecencia en el Coricancha y su contacto directo con el Inca, con su séquito de portadores, sacrificadores y curacas, emprendían el regreso a sus lugares de procedencia o al santuario al que habían sido destinadas. No seguían estas comitivas, ruidosas y coloristas, según las describen las crónicas, la red de caminos convencionales, sino la ruta sagrada de los “ceques” [itinerarios terrestres sagrados, de inspiración astronómica], marcada por los hitos de las “huacas”, que iban recibiendo, todas ellas, parte de las ofrendas distribuidas en el Cuzco, entre las que era fundamental, y especialmente entregada para este fin, sangre de las llamas sacrificadas en el Coricancha en la ceremonia de ofrenda común. La inmolación de las “capacochas” en su destino final debía tener lugar al mismo tiempo en todos los centros señalados desde el Cuzco para que, de este modo, todos los pueblos estuvieran realmente integrados en un ritual cuyas proporciones no tienen parangón con ninguno de los que se celebraron jamás en el resto de los pueblos de América.

La “capacocha” podía ser, para algunos curacas, un medio de obtener prerrogativas, privilegios y consideración especial por parte del Inca y de sus propios sujetos si la víctima que se sacrificaba en su territorio era uno de sus propios hijos o hijas. El lugar del sacrificio y la tumba se convertía en un nuevo lugar sagrado del grupo étnico, y la “capacocha” en “malqui” principal, con sus propios ministros y oráculos, que centraría en adelante rituales propios del culto regional.» [Bravo1986:166-168].


En estas condiciones (si de verdad se dieron tal y como han sido presentadas por Bravo) cualquier consideración del sacrificio de niños como infanticidio ritualizado se diluye en el rotundo totalitarismo que representa la puesta en marcha de esta clase de mecanismos. Es fácil imaginar que la Capacocha -cuya convocatoria obedecía a criterios que, más que flexibles, resultan completamente arbitrarios- no era sino la mejor manera de controlar, no sólo la demografía, sino la voluntad y sumisión de los individuos y etnias bajo gobierno.

En este sentido, el sacrificio infantil en el imperio incaico -al contrario de muchos otros casos, cuya deficiente documentación nos mantiene en la incertidumbre- tiene poco que ver con motivos ideológico-religiosos y mentalistas, y quizá se pueda explicar mejor como consecuencia de factores puramente estructurales e infraestructurales, como son el control (absoluto) del orden sociopolítico y económico.