R. Díaz Maderuelo - J. M. García Campillo - C. G. Wagner - L. A. Ruiz Cabrero - V. Peña Romo - P. González Gutiérrez

El sacrificio infantil en la cultura maya

J.M. García Campillo

Nadie se atreve a negar la existencia de sacrificios infantiles entre los cacicazgos maya-yucatecos de la época del Contacto. El propio Hernán Cortés se refiere a ellos cuando habla de las costumbres de los pueblos que ha contactado en la península de Yucatán, en su Primera Carta de Relación a Carlos I, fechada en la recién fundada Veracruz a 10 de julio de 1519:

«Y tienen otra cosa horrible y abominable y digna de ser punida, que hasta hoy visto en ninguna parte, y es que todas las veces que alguna cosa quieren pedir a sus ídolos, para que más aceptación tenga su petición, toman muchas niñas y niños y aun hombres y mujeres de más mayor edad, y en presencia de aquellos ídolos los abren vivos por los pechos y les sacan el corazón y las entrañas, y queman las dichas entrañas y corazones delante de los ídolos, ofreciéndoles en sacrificio aquel humo. Esto habemos visto algunos de nosotros, y los que lo han visto dicen que es la más terrible y más espantosa cosa de ver que jamás han visto. Hacen estos indios tan frecuentemente y tan a menudo, que, según somos informados, y en parte habemos visto por experiencia en lo poco que ha que en esta tierra estamos, no hay año en que no maten y sacrifiquen cincuenta ánimas en cada mezquita, y esto se usa y tienen por costumbre desde la isla de Cozumel hasta esta tierra adonde estamos poblados; y tengan vuestras majestades por muy cierto que, según la cantidad de la tierra nos parece ser tan grande y las muchas mezquitas que tienen, no hay año que, en lo que hasta ahora hemos descubierto y visto, no maten y sacrifiquen desta manera tres o cuatro mil ánimas». [Cortés 1987: 20].

Este testimonio es probablemente el más antiguo que se conoce respecto a los sacrificios humanos en las Indias, y los cálculos y extrapolaciones que realiza Cortés no tienen por qué ser correctos, así como tampoco referirse únicamente a los pueblos de lengua maya: probablemente observarían esta práctica también las comunidades de habla nahua de la Costa del Golfo, hasta Veracruz.

Lo cierto es que Cortés y los suyos fueron testigos en varias ocasiones del asesinato de víctimas no adultas, una costumbre que otras fuentes etnohistóricas indican explícitamente para la época inmediatamente anterior a la dominación castellana de Yucatán. Así, en las Relaciones histórico-geográficas de la Gobernación de Yucatán, realizadas hacia 1580, el encomendero del pueblo de Motul responde en la encuesta que «en fiestas principales sacrificaban a hombres, mujeres y niños, pidiendo favor y ayuda para la guerra, y que les diesen salud y buenos temporales y muchos mantenimientos» (R.Y. 1983[vol.I]:270); y el encomendero de las localidades de Cacalchén, Yaxá y Sihunchén informa sucintamente de que «los ritos que tenían era que adoraban al demonio y le tenían hecho de barro y a éste sacrificaban perros y aves y algunos muchachos» (ibid.:338).

El mismo Diego de Landa, el cronista por excelencia de la cultura maya de Tierras Bajas en el momento del Contacto, y extirpador de idolatrías en la diócesis de Yucatán, señala la existencia de inmolaciones infantiles de su testimonio parece desprenderse que las víctimas eran corrientemente animales y, sólo esporádicamente, seres humanos:

«Que sin las fiestas, en las cuales para solemnizarlas se sacrificaban animales, también por alguna tribulación o necesidad les mandaba el sacerdote o chilanes sacrificar personas y para esto contribuían todos. Algunos daban para que se comprasen esclavos o por devoción entregaban a sus hijitos los cuales eran muy regalados hasta el día y fiesta de sus personas, y muy guardados (para) que no se huyesen o ensuciasen de algún pecado carnal; y mientras les llevaban de pueblo en pueblo con bailes, los sacerdotes ayunaban con los chilanes y oficiales». [Landa 1982:50].

En cualquier caso, los sacrificios humanos y todo el complejo ritual de las creencias de los maya-yucatecos fueron nominalmente abolidos una vez que se implantó definitivamente el dominio político, económico y militar efectivo de la administración española en la península de Yucatán, hacia 1550, tras una larga y activa resistencia indígena. Pero, como era de esperar, la conversión y el abandono de las antiguas creencias y prácticas habían sido incompletos. En 1562, una delación puso al descubierto la existencia de una verdadera religión paralela, que muestra ya para entonces una intrincada mezcla de elementos indígenas y católicos. En el verano de ese año, el obispo Diego de Landa dio inicio al tristemente célebre auto de fe de Maní, con actuaciones públicas e inquisiciones en diversas poblaciones de las provincias interiores de la península de Yucatán. Las confesiones y delaciones, muchas de ellas arrancadas por la tortura y por la esperanza de sustraerse al castigo físico, señalan que no menos de una veintena de muchachitos de ambos sexos, de entre 10 y 15 años de edad -y en algunos casos, al parecer, de edad aun menor- fueron sacrificados en los cinco o siete años anteriores al descubrimiento de las idolatrías, en varios pueblos de las provincias de Hocabá, Sotuta y Ah Kin Chel.

La documentación es abundante y proporciona descripciones minuciosas de los sacrificios. El mejor estudio sigue siendo el de Scholes y Adams (1938), una obra a la que no hemos podido tener acceso. No obstante, Tozzer, en su traducción anotada al inglés de la Relación de Diego de Landa, provee bastantes indicaciones sobre la cuestión, las cuales nos bastan para este informe (Tozzer 1941:116-118). Los sacrificios se realizaban de varias maneras, siendo la más practicada la de la crucifixión (ora clavando, ora amarrando a las víctimas), para después bajar el cuerpo aún con vida y proceder a abrir el pecho y extraer el corazón; otras formas de inmolación se llevaron a cabo por medio del apaleamiento en el pecho con ramas espinosas hasta producir la muerte, o arrojando al crucificado a los cenotes (pozos naturales de amplia boca característicos del paisaje calizo yucateco que constituyen las únicas fuentes de agua), con cruz incluida; otras veces, en fin, se limitaban a arrancar el corazón.

Son interesantes también las confesiones acerca de la procedencia y condición de las víctimas. Tozzer (1941:117) resume lo que sobre esto se averiguó:
«These children were obtained in several ways. Some were kidnapped, others were purchased. There seem to have been certain persons whose office was to obtain children for sacrifice by kidnapping. We read of a boy “whom they brought from the Cupuls [una de las provincias de Yucatán] who was about four years old”, and, “two bought from the Cupuls.” In another purchase, the price is given as “five red cuentas (beads) for each boy.” The price seems to have run from five to ten beads. In two places a fathom of thick beads was paid for each of two boys who were to be sacrificed. Often the victims were orphans contributed by rich men who had taken them into their houses to bring up. These last were in some cases the offspring of deceased male relatives and slave women (...) Children were also donated by pious men and also presented by one cacique to another as shown in the following quotation from the Homun papers: “And the same Lorenzo Iuit told the the other caciques that the cacique of Cansahcab, who is called Francisco Chel, had sent these girls, whom they said were from Cah which is the name for the province of Izamal, because such was the custom in ancient times that some caciques sent boys and girls as presents to other caciques for sacrifice, which was formerly called quymchich (cim chich) [literalmente, “morir-pequeño”]. It (the sacrifice) was made publicly in the pueblos and now they do it only in the milpas [terrenos de labranza del maíz] and the forests».

Como muestra de lo que fueron las confesiones, ofrecemos parte de la transcripción de una de ellas:

«Y estando ya bien tarde un día martes en mi casa, hacia la medianoche mandó por mí Diego Pech, el cacique de Yaxcabá, para que fuera a leerle una carta para él. En el camino hacia su casa, pasé yo por la iglesia donde vi a Pedro Euán, principal del mismo pueblo y quien en los tiempos antiguos había tenido el oficio de sacrificar, tanto a hombres como a niños, en honra de los ídolos. Tenía allí a un joven que había llegado de Tekax, de la provincia de Maní: el muchacho estaba con las manos amarradas hacia atrás. Se llamaba Francisco Cauich y se encontraba en Yaxcabá aprovechando un día de fiesta en que había querido visitar a unos parientes que allí vivían. Cuando yo lo encontré dentro de la iglesia, estaba sentado muy cerca del altar y, como ya lo dije, con sus manos atadas sobre la espalda. Una gran vela ardía en el recinto. Les pregunté qué estaban haciendo allí y entonces Pedro Euán replicó: “¿Por qué lo quieres saber? Vete a la casa del cacique para que leas la carta, regresa aquí después para que te enteres de lo que vamos a hacer nosotros”.

Hay que tener en cuenta que este texto es en realidad la traducción castellana de la versión inglesa que Thompson (1984:331-333) realizó del documento castellano original; según el mismo Thompson indica, puso el relato en primera persona y se permitió varias licencias en la traducción. No obstante, el texto da una idea bastante aproximada del ambiente que rodeó la práctica clandestina de los sacrificios humanos hacia la mitad del siglo XVI en Yucatán.

Con respecto al contexto ideológico, los datos de las confesiones son menos precisos, ya que en las fuentes españolas siempre se indica que los sacrificios se ofrecían a “sus ídolos”, “al diablo”, etc. Los testimonios proporcionados en los procesos son también importantes porque demuestran la vitalidad y cotidianeidad de los sacrificios infantiles -quizá más de lo que deja traslucir Diego de Landa en la época anterior a la llegada de los españoles, el período que los estudiosos denominan Postclásico (1000-1520 d.C.).

Es difícil juzgar hasta qué punto estos asesinatos rituales pudieron haber sido debidos a la necesidad del control de la población. El hecho de que las víctimas sean en muchos de los casos hijos ilegítimos, bastardos o esclavos comprados, al lado de sólo unos pocos que pudieran haber sido entregados por sus “piadosos” padres, nos debe hacer extremar la cautela en la interpretación de las causas que ocasionaban los sacrificios de víctimas no adultas, al menos durante los primeros años de la administración colonial. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la sociedad maya de Yucatán había entrado en el siglo XVI, bajo la dominación castellana, en uno de los períodos más amargos de su historia, caracterizado por multitud de hambrunas, epidemias, abusos tributarios, trabajos forzados, desplazamientos de población y otros factores que amenazaron gravemente su supervivencia cultural y aun física como grupo, y que se tradujeron en una tremenda caída demográfica, de la que sólo comenzó a recuperarse en la segunda década del siglo XVII.

Los estudiosos de la cultura maya no han sido muy proclives a considerar y analizar la existencia periódica y relativamente frecuente de sacrificios infantiles durante el período Clásico (200-1000 d.C.), a pesar de la aparición de indicios más que relevantes de ello entre los mayas de esa época. Tan sólo recientemente, Taube (1994:668-675) se ha pronunciado inequívocamente en favor de la existencia de sacrificios infantiles como una práctica ritual establecida.

Todo el mundo admite la costumbre cotidiana durante el período Clásico de sacrificar prisioneros de guerra -varones adultos, sin excepción- por medio sobre todo de la decapitación (a veces tras penosas torturas) y, en menor grado, por flechamiento, extracción del corazón, desmembramiento o despeñamiento desde lo alto de las pirámides. Todos estos procedimientos han sido documentados en la iconografía sobre los más variados soportes, especialmente la escultura monumental y la cerámica decorada. Sin embargo, no hay hasta la fecha ningún testimonio epigráfico que avale los de por sí explícitos registros iconográficos referidos al sacrificio humano. En las inscripciones, el verbo ch’akah, cuya traducción literal es “cortar con golpe”, aparece en diversas ocasiones aplicado a cláusulas nominales personales, pero también afecta a topónimos, y a objetos materiales, como esculturas; por ello, es más probable que su significado general fuese el de “destruir”. En suma, no se conoce -o no se ha identificado todavía- ningún texto que describa convenientemente la decapitación, flechamiento, etc., de un prisionero de guerra, aun cuando sabemos positivamente que su destino era casi siempre el mismo.

Escenas inequívocas de sacrificio infantil aparecen en algunos registros iconográficos, casi todos sobre vasos cerámicos.

Un primer grupo de tales escenas ha sido interpretado preferentemente como episodios exclusivamente mitológicos, en el sentido del nacimiento o sacrificio de un denominado “Jaguar God” o “Baby Jaguar” (figuras 1 á 5), el cual adoptaría la forma de un infante humano que a veces presenta cola o garras de jaguar. El contenido de este primer grupo de escenas de sacrificio es invariable: una deidad o ser sobrenatural en forma de esqueleto parece arrojar o presentar a dicho ser infantil sobre la superficie de un ente cefalomorfo, el cual se considera representa el Inframundo o quizá una montaña; en el lado opuesto de la composición, la figura del dios Chak -asociado especialmente a la lluvia en el Yucatán postclásico, colonial y actual- se cierne hacia el grupo con un hacha en una mano y una cuchilla de pedernal cefalomorfa en la otra.

Aunque la interpretación de la iconografía maya es asunto que va mucho más allá de lo que podemos discutir en este trabajo, es evidente que por mucho que estas escenas se traten de la representación de un episodio mitológico, la posibilidad de la recreación ritual de dicho episodio hasta sus últimas consecuencias por medio de actores de carne y hueso -incluida la víctima infantil convenientemente aparejada de jaguar-, es muy sólida. Ciertamente, Taube (1994:672) cree que no estamos ante un pseudo-sacrificio, sino que la representación corresponde a una inmolación real revestida de elementos y caracterizaciones mitológicos.

La interpretación de un segundo grupo de escenas como registros de sacrificio infantil va más allá de toda duda razonable (figuras 6 á 8); aquí, los cuerpos de los niños aparecen quemándose sobre incensarios, en uno de los casos en presencia de dos deidades (o dignatarios enmascarados) sentados en un trono o banqueta (fig. 6), o frente al escaño vacío de un gobernante, en la entrada de un palacio (fig. 7). La representación de la figura 8 es sólo de detalle y no podemos reproducir la composi- ción entera, que incluye un texto jeroglíficio muy deteriorado y un personaje adulto armado con lanza y escudo que contempla la cremación de la criatura.

En un tercer grupo de ejemplos (figuras 9 á 12), las escenas permiten sospechar que los niños representados pueden estar a punto de convertirse en víctimas de un sacrificio inminente. Las presuntas víctimas infantiles son llevadas por diferentes personajes: presentadas a un gobernante sobre lo que parece una bandeja de hojas (figs. 9 y 10), o conducidas hacia un altar donde ya reposa una víctima previa (fig. 11); o bien, sostenidas por la figura sobrenatural en forma de esqueleto que parece estar bailando y que aparece junto con el antes mencionado dios Chak y una tercera deidad (fig. 12).

El niño que aparece en un plato (fig. 13), presentado por un personaje, parece estar ya muerto; acerca del personaje que lo presenta y de los textos jeroglíficos y el resto de figuras de la escena, no podemos discernir gran cosa debido a que las reproducciones disponibles no son suficientemente claras.

Hay otros dos casos que permiten sospechar que representan a infantes ya sacrificados. El primero es una escena de danza (fig. 14), en la que los bailarines, miembros de la élite gobernante a juzgar por los textos asociados, están equipados con máscaras y pieles de jaguar; uno de los danzantes lleva colgado en el pecho el cuerpo inerte de un bebé (cf. Grube 1992:215, para quien este detalle indica que el niño habría sido sacrificado). El segundo caso es uno de los pocos ejemplos de posible infante sacrificado que se registran en iconografía monumental; en la parte inferior de la escena representada en una de las estelas en piedra de la ciudad de Piedras Negras (fig. 15), aparece el cuerpo de un pequeño, colocado sobre un recipiente cerámico y con un cuchillo de pedernal hundido en su pecho.

Por último, puede ilustrarse una de las escenas más explícitas que se conocen sobre sacrificio infantil en el periodo Clásico maya (fig. 16). La figura central es la de un alto dignatario que muestra u ofrece a un jaguar situado en lo alto de un pilar, el cuerpo moribundo de un pequeño, colocado sobre un altar de piedra en forma de calavera; una mujer extrae los intestinos del niño a través de una abertura practicada en su estómago. La escena se complementa con dos asistentes situados tras el dignatario, uno de ellos disfrazado y enmascarado y que porta en la mano una cabeza humana cortada.

Los datos arqueológicos funerarios para el periodo Clásico ofrecen la posibilidad de correlacionar varias de estas representaciones de sacrificios infantiles con algunas evidencias recuperadas con cierta frecuencia en las excavaciones. Estas evidencias forman parte de los abundantísimos hallazgos conocidos como caches en la literatura anglosajona (“escondites” u “ofrendas”), generalmente asociados a estructuras arquitectónicas (plataformas, templos piramidales, o edificios tipo palacio) e incluyen una gran variedad de materiales cerámicos, líticos y orgánicos. Varias de estas ofrendas consisten en restos óseos infantiles colocados en un cuenco cerámico, o bien en el interior de dos platos o vasijas unidas por los bordes, uno encima de otro.

Para Welsh (1988:cap. 11), tales hallazgos -así como otros similares con restos de adultos- constituyen suficiente prueba de que corresponden a sacrificios humanos, de carácter dedicatorio de la estructura arquitectónica o debidos a otro tipo de celebraciones. Esta hipótesis se ve reforzada por cuanto, en ocasiones, los únicos restos óseos depositados son cráneos, ya sean de niños o adultos. En las figuras 12, 13 y 15 se recogen los tres únicos registros iconográficos de colocación de víctimas infantiles con el pecho abierto sobre recipientes cerámicos, traídos a colación por Taube (1994). Estos tres casos, no obstante su carácter puntual, no dejan lugar a dudas acerca de su significado.

La interpretación de las fuentes iconográficas y epigráficas de estos sacrificios es complicada. Taube (ibid.:670-674) contempla algunos de los casos como inmolaciones asociadas al cambio de gobernante. Lo cierto es que la ya mencionada inseguridad de los datos epigráficos no permite confirmar esta u otra hipótesis, como la expresada por Welsh (vid. supra). En los ejemplos de representación iconográfica del “Baby Jaguar” (figuras 1-5), los textos asociados incluyen notaciónes calendáricas que introducen cláusulas verbales. En dos de los casos (figuras 1 y 3), la cláusula verbal puede leerse claramente como y-al-aw k’awil, literalmente “él lo arroja k’awil”; no puede determinarse si k’awil es aquí el agente o el paciente de la acción verbal. El término k’awil puede designar a una deidad concreta, asociada al poder político y las dinastías, pero también a la agricultura y a los augurios y rituales periódicos propiciadores de fertilidad agrícola, especialmente en los territorios septentrionales, de habla yucatecana (García Campillo 1998).

Por su parte, las fechas a las que se asocian la mayoría de estas representaciones anotan el mes Kayab, el cual, durante la fase central del período Clásico Tardío (550-800 d.C.), momento al que pertenecen los soportes cerámicos pertinentes, caía todos los años en torno al solsticio de invierno. Estas informaciones epigráficas, por sí solas, nada nos aportan, por ahora, a la dilucidación del problema.

En nuestra opinión, la puerta está suficientemente abierta como para poder relacionar el caso del sacrificio infantil maya durante el Clásico con estrategias adaptativas de regulación de la población, aunque en modo alguno esta relación puede ser demostrada por el momento.

El actual estado de los conocimientos acerca de la situación productiva y demográfica durante el Clásico no nos permite conocer con certeza la existencia y el alcance de presuntas crisis agrícolas y nutricionales. Se han señalado procesos de deforestación, pérdida de rendimiento agrícola y bajadas de población para el final del Clásico Tardío en lugares concretos, como Copán, centro arqueológico situado en la periferia sudeste del área maya. Es muy posible que, en el seno de una sociedad fragmentada en múltiples y pequeños estados -que a veces coalescieron en unidades políticas mayores pero sin llegar a constituir ni de lejos imperios como el azteca-, la competencia de territorios agrícolas fue feroz, tal y como parece indicarlo la situación de guerra casi endémica entre los diferentes centros políticos principales, una situación bien documentada en las inscripciones. En este contexto, no sería de extrañar que las crisis productivo-alimentarias fueran frecuentes# y el recurso esporádico de la regulación de la población por medio de prácticas ritualizadas de infanticidio aparece como factible.


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